EL PLACER DE DIBUJAR
- Antonio Amilivia
- 30 dic 2021
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 21 mar
El arte comienza con un dibujo. Concretamente con el dibujo de una ingeniosa joven llamada Kora, también conocida como la Doncella de Corinto. Kora amaba a un joven campesino que debía partir a la guerra. Desesperada por tener algún recuerdo de su presencia, la joven le pide que se ponga contra una pared a la luz del sol y dibuja el contorno de su sombra. Había nacido el dibujo, al menos según Plinio.
Más allá de la leyenda, todos sabemos que el dibujo se remonta a los caballos salvajes de las cuevas de Lascaux, a los jinetes prehistóricos de Bhimbetka y a los magníficos bisontes de Altamira. Hay dibujos en pieles de animales de la Edad de Hielo y en antiguos papiros egipcios. Pero la historia de Kora perdura, en parte porque tiene un nombre, pero también porque le empuja a dibujar el amor; se podría decir que la Doncella de Corinto es, como muchos dibujantes, una apasionada.
Picasso dijo que solo tardó cuatro años en dibujar como Rafael, pero toda una vida en dibujar como un niño.
Si lo pensamos bien dibujar es bastante democrático. Todo el mundo puede hacerlo. Uno garabatea en los márgenes del periódico. El otro dibuja en la revista mientras habla por teléfono. Dibujamos en nuestras manos, en las paredes, en el reverso de los sobres (como Monet), en el papel de la oficina (como Van Gogh), en las servilletas de los restaurantes (como Picasso y Warhol). Dibujamos para pasar el tiempo, para captar el momento, para recordar lo que hemos visto, sentido o pensado. Dibujamos para ver cómo es la vida en dos dimensiones. Dibujamos porque podemos —y todo el mundo puede— y porque intentamos mejorar. Dibujamos para ver lo que podemos hacer del mundo, o por el mero placer de hacerlo; para explicar algo a otra persona. Dibujamos para hacer un mapa; para ver si nuestro gato de dos círculos se parece al de verdad; para jugar entre nosotros, para mostrar a la policía lo que hemos presenciado, para enviar un mensaje a otra persona; para darnos algo particular, algo especial, para decir algo que no se puede decir de otra manera. Dibujamos con ambas manos, con la boca y hasta con los pies. Y lo hacemos desde el principio.
El dibujo es el discurso del arte. Las palabras que pronunciamos, las historias que contamos. Viene antes que la escritura ––aprendemos a dibujar antes que a escribir–– y a menudo después de que la escritura se haya ido (a sus 90 años mi abuela apenas podía escribir, pero seguía dibujando). Sostener un lápiz o una tiza llega temprano y acaba tarde. Todos los niños pintan y garabatean al principio, absorbidos por su propio poder de dejar marcas en el papel; luego pueden describir algo visto en el mundo. El sol es un círculo que irradia líneas de rayos; una flor lo mismo pero con bucles; las figuras hechas con palitos abundan desde Lascaux hasta nuestros días. Quizá sea cierto, como propuso el psicólogo suizo Jean Piaget, que los dibujos de los niños tienen una cualidad universal. Ciertamente, nuestros cerebros son capaces de leer dos puntos y una raya como un rostro, que de eso consta, por lo general, nuestro primer retrato dibujado.

Pero aunque todos dibujamos, persiste la creencia de que no podemos dibujar, de que hay una forma correcta de hacerlo que está más allá de nuestro talento o conocimiento. Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Durero... eran los maestros, nos mostraron las alturas a las que no podemos aspirar. Este derrotismo todavía se mantiene en algún lugar, a pesar de un siglo de arte moderno rompedor, y de todo tipo de dibujos, desde las alucinaciones impulsadas por la mescalina de Henri Michaux hasta las finas líneas de una cuadrícula de Agnes Martin. El famoso comentario de Picasso, adaptado —que le llevó solo cuatro años dibujar como Rafael, pero toda una vida dibujar como un niño— solía citarse en todas partes como una llamada a liberarse de la tradición académica: no más dibujos a partir de moldes de yeso de esculturas romanas. Pero su epigrama pasó de moda más o menos al mismo tiempo que la propia enseñanza del dibujo, a mediados de los años ochenta.
Este gran arte, que hace visibles las ideas sobre el papel, que muestra a la mente y a la mano trabajando juntas, y todo a la vez, se fue exigiendo cada vez menos en las escuelas y colegios. El arte conceptual, el arte de la performance, la instalación, el vídeo, el cine y el arte digital: todos ellos hicieron (supuestamente) innecesario el dibujo. En la década de 1990, las clases de dibujo al natural desaparecieron de las escuelas de arte de todo el mundo. La famosa escuela de arte Goldsmiths llegó a prohibir esta práctica, por considerar que objetivaba a la modelo femenina.
No sé por qué dibujo, pero lo he hecho siempre. Seguramente se trata de un impulso primario común, una forma de entrar en una imagen (y en el mundo) de forma más completa. Recuerdo que de niño, una enfermedad me obligó a guardar cama durante casi un mes. Para pasar el tiempo, hacía dibujos a lápiz. Dibujaba un jardín, una casa, diferentes personajes, solo para descubrir que podía moverme dentro de aquella casa por la noche en mis sueños, y luego alterar la narrativa de esos sueños durante el día mientras dibujaba y redibujaba sus imágenes. Para mí, este es el verdadero poder del dibujo.
Decía Ingres que dibujar no significa simplemente reproducir contornos; el dibujo es también expresión, el contenido interior. El dibujo es la probidad del arte. Estando en Roma, Ingres resumió los rostros de los expatriados ingleses en una línea de lápiz tan ágil y concisa que podía ganar suficiente dinero para mantener a su familia en unas cuantas sesiones rápidas al día. Los dibujos se hacen para venderlos, como los cuadros, pero quizá por muchas más razones. Durero se dibujó a sí mismo desnudo, señalando el punto de su costado donde le dolía, específicamente para que un médico diagnosticara su estado. Schiele se dibujó a sí mismo, repetidamente, en una celda de la prisión para registrar cada día de su confinamiento. También dibujó a su amigo y mentor Gustav Klimt como un cadáver en la morgue, conmemorando el rostro de Klimt en la muerte, como si fuera incapaz de despedirse de él.
Louise Bourgeois dibujaba para relajarse. Sus Dibujos del Insomnio, de magníficos ríos azules fluyendo entre montañas escarlatas, fueron realizados para alcanzar la paz en las horas oscuras de insomnio. Michaux dibujó sus alucinaciones inducidas por las drogas para liberarse, transmitiendo los imprevisibles escalofríos directamente a la página con tinta. Goya dibujó lo que presenció, para dejar constancia de los terribles horrores de la guerra; "Yo lo vi", tituló una de sus estampas.

Está el dibujo para sobrevivir, en los devastadores autorretratos de la artista alemana Käthe Kollwitz: con la cabeza en la mano, de luto, en el hambre, en la pobreza y en la guerra. Y el dibujo en la vejez: Degas, casi ciego a los 80 años, no hacía más que dibujar. A esa misma edad, el maestro japonés Hokusai fue encontrado una vez llorando en su mesa de trabajo porque aún no había aprendido lo suficiente sobre el dibujo. Tres años más tarde se dibujó a sí mismo con una mano levantada en alto como un poste indicador, con el dedo alegre señalando siempre hacia adelante. Se le conoce como el Viejo Loco por el Dibujo.
El dibujo capta el momento histórico antes y después de la llegada de la fotografía. Un boceto realizado a escasos centímetros de Carlos I de Inglaterra durante su juicio ante el Parlamento muestra al rey exhausto e irritable, pero impávido ante su destino. Jacques-Louis David, en el París revolucionario, dibujó a María Antonieta camino de la guillotina, sin dientes, con la boca hundida y el pelo cortado asomando bajo un gorro. Hay humanidad y conmoción en el dibujo, y quizás el medio está hecho para ello, la mente transmite sus primeras observaciones y sentimientos directamente a la mano.
Henry Moore, artista oficial de la segunda guerra mundial, dibujó a los durmientes que se refugiaban en las estaciones de metro de Londres durante los ataques aéreos. Sus cuerpos, cabezas y extremidades se unen en los ritmos ondulantes del dibujo de Moore: calmados, como parece, por su mano. Estos frágiles monumentos de la resistencia humana son, en muchos sentidos, más poderosos que sus esculturas de bronce.

El dibujo registra lo que la pintura puede pasar por alto. Pensemos en Rembrandt dando un paseo por el campo en 1664. De repente, ve a una chica colgada de una horca, ahorcada por haber matado a su casera por accidente. Los rasgos de su pobre rostro están apenas formados, sus calcetines están llenos de agujeros. Lo que le llevó a dibujar la escena es seguramente la misma pasión compulsiva por el mundo en toda su verdad, belleza e injusticia, un naturalismo casi militante que le lleva a dibujar su propio rostro arruinado, hundiéndose en la senectud.
El dibujo trasciende la época y el tiempo. Incluso el más antiguo de los maestros puede parecer actual al dibujar; y un dibujo que tardó días en terminarse puede parecer tan fresco como uno hecho en segundos.
Dibujar es ver, aprender, comprender. Es el pensamiento en la página; puro descubrimiento, en palabras de John Berger. Puede describir la historia de su propia creación, las pruebas, los errores y las correcciones, la línea que se precipita o se ralentiza, vacilante o incisiva, quizás finalmente triunfante. Llega a la página en vivo y en directo, del cerebro a la pluma o a la punta afilada, sin los estorbos de ningún otro medio.

Sacar una línea a pasear, lo llamaba Paul Klee, mientras ponía a prueba el dibujo a partir de las formas más elementales. Un punto es un ojo, una boca o la luna. Dos más y aparece un paisaje. Los puntos se transforman en una línea, que se convierte en una cuerda floja, en una calle, en la superficie firme de un lago o en la percha de su gorjeante asamblea de pájaros.
Jackson Pollock adoraba las líneas negras de Klee y su irreverencia. Picasso estudió el arte gráfico de Goya de principio a fin. Cualquier canon de dibujos clásicos incluiría seguramente a ambos artistas, junto con otros cientos de obras maestras de espectaculares intérpretes del papel.
Hay quien adora los dibujos de Jasper Johns, hechos simplemente con los dedos como nuestros antepasados en las oscuras paredes de las cuevas. O los gráciles dibujos de Matisse, ondulantes como las formas femeninas que representan. O las líneas sobrias de los cítricos de Ellsworth Kelly, tan cercanas a la abstracción, casi, como sus pinturas.
Otros prefieren la extraña luz nocturna de los bocetos de lápices Conté negros de Seurat, escenas de París que llegan a través de una atmósfera de completo misterio al papel de grano fino. O los exquisitos ritmos de op-art de un dibujo de Bridget Riley, que se balancean o chispean en la página. O las explosivas obras a escala mural de Julie Mehretu, realizadas en una grúa, que se precipitan hacia algún desenlace imprevisto.
Tal vez todos tengamos un dibujo que nos hable en un lenguaje privado: los secretos paisajes a la luz de la luna de Samuel Palmer, la paloma de la paz de Picasso, los perros de David Hockney, los dibujos de caballos blancos de Eric Ravilious, incisos en un paisaje. En mi caso es un dibujo tragicómico de Goya de un anciano que se tambalea sobre dos palos que sostiene como si estuviera probando unos esquís de última generación. En la parte superior está escrito "Aún aprendo".

Lo mismo ocurre con el dibujo, la más libre y la primera de todas las formas de arte. Se puede dibujar con la punta del dedo en la arena o en los cristales empañados del autobús. Con un trozo de papel y un lápiz se puede ser artista. Un cuaderno de bocetos, mejor aún, es un mundo infinito en el que puedes experimentar para siempre. "Nulla dies sine linea": ningún día sin una línea, así dice Plinio. Inténtalo una y otra vez, absorto en el pensamiento y la línea, yendo a donde quieras, sin ataduras y siempre aprendiendo.
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